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Desde la parresía de la Grecia clásica hasta Valtonyc, pasando por la primera enmienda: un repaso a la libertad de expresión para llegar al punto G

Un joven con las uñas naranjas, reloj digital y camiseta, verde, que canta su definición cisgénero, blanco, de cuerpo privilegiado, según dice, aparte de otras cosas sobre señores con barba, sótanos vírgenes y MRA. 

Es la presentación a la altura del pecho de Ernesto Castro, de quien Escohotado dice que es un chico culto, antes de aclarar que su padre es otro Castro, de nombre Fernando. Y el caso es que sus clases de filosofía en youtube tienen 36.288 suscriptores a fecha de ahora, donde se presenta precedido de las palabras “Clases, Conferencias, Dialogues, Varietés”, bajo un ritmo similar al cubano. 

El filósofo ¿de masas?, puente entre lo clásico y las nuevas generaciones, vino a Valencia, con el festival de Filosofía Avivament, València Pensa, para participar como paradoja en el café Revolter, junto a la chimenea del Gestalguinos, y para preguntarse, y definir según leyes y países, cuáles son los límites legítimos a la libertad de expresión. Era la segunda charla bajo del epígrafe “Discursos a la nación posmoderna” una noche después de la intervención de Angelo Fasce sobre política identitaria. 

Doctor en Filosofía. Autor de «Contra la postmodernidad» (2011), «Un palo al agua» (2016), «El trap» (2019) y «Realismo poscontinental” (en prensa), Castro fue presentado por David Barberó, ingeniero, especializado en prótesis, de cadera, de rodilla, de columna, en una presencia que respondía a la combinación entre la cultura científica y literaria a lo Snow, “you know nothing”. “Dentro de la historia intelectual española no había existido un filósofo tan relacionado con las redes”, dijo Barberá. “Un filósofo de verdad muy involucrado con todo esto”.

Barberá formaba parte de la extinta revista “Bostezo”, donde, en 2016, Castro publicó un artículo titulado “Seis notas sobre lo cómico”, esbozos sobre una teoría acerca del humor y la comedia. La última de las notas trataba sobre los límites del humor y la libertad de expresión, y remitía, según explicó, a la revista The Onion, donde los redactores de la revista de Chicago (Illinois) se planteaban la posibilidad de hacer un número humorístico sobre el 11S. “Es la teoría de que la comedia es tragedia más tiempo, es decir, lo que parece trágico el día del atentado, se puede prestar a hacer bromas pasado un tiempo”, explicaba Castro. 

The Onion publicó un número apenas un mes después con la premisa de no hacer burla de las víctimas, “que es la que han adoptado todos los humoristas políticamente correctos en USA. Es la doctrina del humor de abajo hacia arriba. Te puedes burlar de la élite pero no de los oprimidos, de las víctimas. Esto ha terminado estrechando los límites del humor dentro de los espacios más politizados en los USA, que son principalmente los campus universitarios, que son privados, donde el cliente siempre tiene la razón, las ideas circulan de forma distinta que las mercancías y la consideración del ciudadano necesita de clases”, explicaba. Y narraba la anécdota de aquellas proposiciones que ofenden incluso aunque no haya nadie contra quien esté dirigida, tipo la frase: el rey de Francia es calvo. 

“No es tanto prohibir el humor cuanto restringirlo o patrimonializarlo identitariamente”, decía. Y añadía: “los límites del humor posmoderno son la autoparodia, uno puede criticarse a sí mismo, en tanto que víctima, siempre y cuando se mantenga dentro de los límites de su identidad grupal (caso Torres-Villa)”. Por tanto, la autoparodia es lo único que le queda al humorista, él mismo es el único material sobre el que tiene potestad absoluta”. Y es que la culpa siempre es del traductor porque el título de la novela de Wilde se tradujo “La importancia de llamarse Ernesto”… Estamos en la era de la posverdad, “cuando la política de censura a día de hoy consiste básicamente, por ejemplo, en que Putin diga verdades alternativas, incluso financie partidos de oposición para generar una situación de caos en la que su posición sea omnipresente”.

Era sólo uno de los ejemplos con los que arrancó una conferencia (que después se convirtió en debate-oráculo donde los oyentes le preguntaron hasta sus intimidades del punto G) y que abordaba la dictadura de lo políticamente correcto, entre la forja de las próximas élites, la distinción ideológica como el liberalismo y el comunismo como marcas (de cereales), o uno de los temas que más interesó a su compañero de silla: “El problema de la libertad de expresión no se plantea en un laboratorio de química o cuando estás haciendo prótesis de caderas”, un extremo que no fue confirmado por el ingeniero. Si bien, Castro señaló que “la libertad de expresión a la hora de las caderas hay que restringirla al regetón y poco más”.  

En la filosofía, ¿hay teoría y no opinión?

Ernesto Castro hizo distinción entre la libertad de expresión en Estados Unidos (de abajo arriba) y en España (de arriba abajo); desde la distinción de Spinoza entre la libertad de expresión y de pensamiento, hasta el principio del daño de Stuart Mill. Habló de las diferencias entre lo anglosajón y lo continental, y de la postcensura/ autocensura en las redes (Caso Ivars en Arden). Su arranque fue un repaso de la historia desde la Antigüedad al presente, entre la parresía y la isegoría hasta la diferencia entre la libertad de expresión y de imprenta; la franqueza a la que cantó Foucault sobre el compromiso con lo que uno dice, pasando por la desobediencia civil y por Thoreau con su doble protesta. “Cuando surge la libertad de imprenta es cuando surge la libertad de prohibir esa libertad”, dijo. También hablo del índice de libros prohibidos de Alejandro VI y de la posición kierkegardiana sobre esa libertad que no existe hasta que algo te lo prohibe. “Adán no sabía que tenía la libertad de comer del fruto de la sabiduría precisamente en contra de esa prohibición”, explicaba Castro. 

Y su conferencia derivó hacia Areopagítica, de John Milton y “Sobre la libertad”, de Stuart Mill; hacia Lutero y los derechos de autor, y Defoe y su “Ensayo sobre la regulación de la prensa”. ¿Es la libertad de prensa la libertad de los dueños de las imprentas?, se preguntó. Y para ir acabando habló de la blasfemia a lo Toledo y las democracias religiosas; del problema de la desinformación y de las razones dogmáticas de toda creencia, frente a lo que propuso que “no hay mejor tribunal de la razón que el libre intercambio de opiniones”, esto es, la discusión permitida por la libertad de imprenta. El caso de los vendedores de maíz sobre esa libertad de expresión no irrestricta, o el resbaloso (como concepto) concepto de la dignidad humana, entre lo que Kant distinguió entre considerar a los humanos como fines y no como medios. 

Castro versó entre las restricciones paternalistas o la política de cookies de los ofendiditos, hacia el principio de la ofensa de Joel Feinberg, y la legislación internacional, la incitación al odio (casos Brandenburg v. Ohio,) o la cuestión de la causa directa entre el discurso y el hecho. Jurisprudencias norteamericanas a lo Wendell Homes y el caso de gritar fuego en el teatro. Y todo para señalar las diferencias entre las democracias standard y las militantes, y hablar de las diferentes legislaciones británicas con espacios seguros de tipo comercial; francesas, con espacios seguros de tipo religioso, y la burocracia alemana. Primeras y segundas lecturas. Y finalmente, de la paradoja de la tolerancia formulada por Popper. Una clase intensa que Barberó definió como “contexto multimedia universo Ernesto Castro”. 

maria tomàs garcia