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Elogio del caminar, de David Le Breton
Ediciones Siruela, 2018 (6ª edición)

Caminar es una apertura al mundo. Restituye en el hombre el feliz sentimiento de su existencia. Lo sumerge en una forma activa de meditación que requiere una sensorialidad plena. A veces, uno vuelve de la caminata transformado, más inclinado a disfrutar del tiempo que a someterse a la urgencia que prevalece en nuestras existencias contemporáneas. Caminar es vivir el cuerpo, provisional o indefinidamente. Recurrir al bosque, a las rutas o a los senderos, no nos exime de nuestra responsabilidad, cada vez mayor, con los desórdenes del mundo, pero nos permite recobrar el aliento, aguzar los sentidos, renovar la curiosidad. Caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo.

La facultad propiamente humana de dar sentido al mundo, de moverse en él comprendiéndolo y compartiéndolo con los otros, nació cuando el animal humano, hace millones de años, se puso en pie. La verticalización y la integración del andar bípedo favorecieron la liberación de las manos y de la cara. La disponibilidad de miles de movimientos nuevos amplió hasta el infinito la capacidad de comunicación y el margen de maniobra del hombre con su entorno, y contribuyó al desarrollo de su cerebro. La especie humana comienza por los pies, nos dice Leroi-Gourhan (1982, 168)(1), aunque la mayoría de nuestros contemporáneos lo olvide y piense que el hombre desciende simplemente del automóvil. Desde el Neolítico, el hombre tiene el mismo cuerpo, las mismas potencialidades físicas, la misma fuerza de resistencia frente a los fluctuantes datos de su entorno. La arrogancia de nuestras sociedades podrá ser criticada como se merece, pero lo cierto es que disponemos de las mismas aptitudes que el hombre de Neandertal.